Empieza el curso, se reinician los ordenadores, los sistemas informáticos, las listas de alumnos de cada clase, las pantallas pero ... ¿a qué huele ese reiniciarse?
A mí me huele a maderas aromáticas, a café recién hecho mientras miras el estuche para que no falte tu lapicero...
Me huele a amigos y a sueños compartidos... a paisanos que soñaron con modelar violines con sus manos...
Lápices, para @londones
(con un poco de retraso)
http://t.co/frWpDUvU2Z
— Lourdes Domenech (@lourdesdomenech) agosto 31, 2015
Hace algunos meses -en abril- @londones me animó a participar en esta iniciativa. Las circunstancias me impidieron hacerlo, pero no podía faltar al compromiso de hablar de lápices. Enseguida averiguaréis por qué.
No recuerdo mi primer lápiz. Imposible. Pero sí recuerdo haber tenido
muchos y haber olido muchos en mi infancia. Oler era un acto reflejo que
aprendí en el negocio familiar. Mis padres tenían una mercería
en la que había una sección dedicada a jabones y perfumes, donde se
alineaban envases de diferentes medidas para vender colonia a granel. Mi
olfato me acercó a los lápices por su fragancia leñosa. En mi colegio
había un armario en el hueco de la escalera donde se guardaba el
material escolar: libretas con el membrete del colegio, reglas, gomas y,
¡cómo no!, lápices. Recuerdo con nitidez que, cuando la monja encargada
de la venta del material abría las puertas del armario, se propagaba un
olor especial. Era el olor del papel confundido con el de la madera
húmeda. Era el olor a lápiz.
No recuerdo cuándo empecé a escribir con lápiz. Pero sí que, siendo una
colegiala de uniforme (eran los años de las cuentas, cantidades y
copia), a diario debía manejar dos libretas, una en borrador y otra en
limpio. La primera se escribía a lápiz; la segunda, con bolígrafo. La
primera tenía la magia del borrado; la segunda, el peligro del castigo,
si asomaban los borrones. No tenía elección, el trabajo siempre era
doble. Aun así, a mí siempre me gustó más escribir con lápiz, pues el
trazo de mi diminuta letra (“de pata de mosca”, según mi profesora de
francés) se agrandaba y adoptaba una forma redondeada que era imposible
reproducir con la punta del bolígrafo. Escribir con el lápiz tenía la
magia de lo nuevo, de lo moldeable, de lo transformable… El lápiz era un
aliado de mi afán perfeccionista. Además, siempre me fascinó el
carácter efímero del lápiz, sometido al desgaste y al acortamiento por
efecto de los sacapuntas de mano o de cuchilla. Nunca me gustó ver cómo
se consumía el alma de los bolígrafos, ni que por efecto del calor, la
tinta saliera de sus límites cilíndricos y lo impregnara todo, también
el aire. El olor industrial de las tintas era muy distinto al olor a
naturaleza del grafito y la madera.
Mi fascinación por los lápices me llevó a coleccionarlos hace ya muchos
años. Aunque he olvidado el momento preciso, sí recuerdo la caja de
zapatos donde empecé a guardarlos. Pronto tuve que buscar otras
ubicaciones, porque fui reuniendo más y más. Hoy tengo más de mil,
algunos ordenados por cromatismo, temática o procedencia; otros a la
espera de su ubicación definitiva. Detrás de cada uno de ellos hay
muchos nombres, los de aquellos amigos viajeros que allá donde van
piensan en mí y adquieren uno para mi colección. El cajón de los lápices
exhala el aroma de un sinfín de geografías que no me pertenecen, pero
que están ahí en el olor a madera y a resina.
De Canfranc a la Patagonia |
Me huele a limoneros de la huerta de Murcia, a azahar y a sueños de verano
Reiniciando el sistema con un sacapuntas para afinar ¿un violín? ¿A qué huele tu madera para el violín que modelas?
HOLA VENDIDERO UN PAZIN
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